Diario de lectura. Práctica de prosa e intento (vanidoso) de crítica.
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Paseo de la Reforma, Elena Poniatowska

16/01/2024. Libro #1

¿Fue ingenuidad mía esperar de Paseo de la Reforma una novela sobre las clases sociales? Ahora veo que estuve todo el tiempo leyendo un romance. Uno no podría adivinarlo: la novela abre con un niño accidentado, agonizante y en cama. «También aquí, en el último piso del Hospital Inglés, Ashby estaba cerca del cielo. Los relámpagos vistos desde la ventana lo herían de nuevo». Prosa clara, bella, elegante; casi poesía. Cuando Poniatowska describe el accidente, el dolor, los gritos, el estupor, el lector de súbito se descubre involucrado, se transforma en uno más de los criados que observan impotentes la humeante piel del pequeño, «amasijo de sangre y agua purulenta». A esto sigue el encuentro de Ashby (burgués, ignorante del mundo) con las realidades de un hospital público, y la amistad que traba con los pacientes similares a él. Estas primeras páginas demuestran la lucidez y exactitud de una crónica y la fuerza abrasante y conmovedora de una novela. Mientras las leía, identifiqué en mí esa inquietud llena de asombro que lo invade a uno cuando sospecha estar frente a una obra maestra.

Sólo quiero explicarme por qué, entonces, el resto de la novela no me hizo sentir nada. La respuesta fácil, por supuesto, es que la mayor parte de la novela tiene poco que ver con lo que acabo de contar. Ashby sale del hospital al término del primer capítulo; al inicio del tercero ya ha crecido y está casado. La novela se ocupa después casi exclusivamente del amorío que Ashby mantiene con Amaya Chacel, quien al parecer es una versión ficcionalizada de Elena Garro. El tema del encuentro entre las clases (el burgués que descubre a los que no son como él) sigue presente, pero queda relegado al fondo. Nuestro protagonista ahora no piensa más que en Amaya, mujer inteligente y misteriosa que no duda en retar toda autoridad y toda convención social. La novela se convierte entonces en una suerte de estúpida persecución, en la que Ashby consiente a todos los deseos de Chacel y se deja despreciar por ella con tal de pasar tiempo a su lado.

Desconozco si esta femme fatale es una representación fiel de Garro; lo cierto es que Amaya Chacel es insufrible. Es vanidosa, deshonesta e hipócrita; todo lo cual es perdonable en un principio pero se vuelve agotador muy, muy pronto. El narrador omnisciente no es ciego a los defectos de Chacel («[...] ella vivía como rica sin tener un centavo y no quería ni podía vivir de otro modo. Jamás hubiera aceptado una mascada que no fuera de Cartier. Sus zapatos tenían que ser Gucci, si no, le apretaban, ¡y esos abrigos de piel!»), tampoco lo es Ashby («a veces, con Amaya, tengo la sensación de estar ante la malignidad»). Su discurso «inteligente» de pronto parece más bien pedantería y resentimiento; su «carácter» huele a la cobardía envalentonada de quien se sabe inmune a las consecuencias. Insiste en su amor por los pobres e incluso acepta cuidar al niño de una madre drogadicta; pocos días después lo devuelve porque se ha orinado en su cama.

Testigo de su peor faceta, Ashby la acepta y la ama. Incluso cuando tiene que diezmar su fortuna con tal de seguirla a todas partes, no recapacita. Suena a una historia de autodestrucción; de cierto modo, lo es. Y si se asumiera como tal, como una advertencia contra los ideales superficiales, contra la irreflexión y la altanería, me agradaría mucho más. Pero no es así. Tras la muerte de Amaya, Ashby reduce a un personaje tan complejo, tan profundamente desequilibrado, a «una niña atrabancada y grosera, [...] una berrinchuda genial». A pesar de que el libro apunta hacia ello en algunos pasajes, finalmente no hay ningún momento de verdadera reflexión en el que se trate de comprender a Amaya, de hallarle sentido a su personalidad. Al final del libro, Ashby se siente aún «acompañado» por ella, y eso le brinda tranquilidad, como si fuera un ángel guardián. ¿Por qué? Si pasó un solo momento alegre a su lado, el libro no se molesta en narrarlo (a excepción de las ocasionales menciones al acto sexual). Amaya nunca le habla con honestidad, su amor siempre es recatado e incompleto. «Usted me ha hecho pasar uno de los días más hermosos de mi vida, güerita», afirma Ashby después de que Amaya lo arrastra a un pleito legal que le es ajeno y le hace pagar la comida de los involucrados. Quizá es mi culpa, quizá sencillamente soy incapaz de salirme lo suficiente de mí mismo para creer que un hombre puede encontrar, en una tortura semejante, el más mínimo destello de felicidad.

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